miércoles, 27 de abril de 2011

El bolso


Esta tarde de sol y zafarrancho doméstico
he subido al altillo.
Al fondo he localizado un bolso negro,
un bolso que no recuerdo en absoluto
cuándo se colgó de mi brazo.




Sólo sé que he encontrado,
una barra de labios huérfana de bocas,
unas cerillas secas, de una discoteca pasada a mejor vida,
un pañuelo petrificado como una reliquia.
Dos entradas partidas de algún cine;
un cine, una película de la que no sé nada;
si me arrancó una lágrima, una sonrisa, un beso,
o me quedé dormida en el hueco de un sueño.

Tampoco me acuerdo, si recuerdo
a la persona que compartió conmigo aquélla tarde;
sólo tengo el tacto de una mano sobre la mía
y un brazo sin cuerpo, sin rostro, sobre mis hombros.
Probablemente se quedó ahí, grabado en la piel,
como un recordatorio de ardorosos amores,
para lo sucesivo.

Es un bolso roto, que tiene entre entretelas,
papeles de caramelos,
golosinas que en algún momento
endulzaron mis tiernas amarguras
y las de algún acompañante devoto,
voraz y llameante.
Alguna pastilla suelta para el dolor de cabeza,
una crema para los granos del alma,
seguramente en una época de mal de amores.
Una sortija demasiado pequeña,
que no sé como llegó,
ni cuando se escapó de mi dedo, ni por qué.
Una nota, un número de teléfono fuera de servicio;
lo sé porque le falta una cifra que delata su ausencia;
un número al que nunca llamé, ¿O sí?
¿Cuándo guardé ese bolso en el fondo del altillo?
Qué me impulso a hacerlo;
qué motivos llamaron a mi puerta,
para esconderlo así de esa manera.

Un bolso que surge del pasado como un fantasma.
No, no he podido volver la vista atrás;
así que me he encomendado a mi ángel de la guarda,
y también a mi demonio por si acaso,
y he echado en saco roto, o mejor dicho,
a la bolsa negra de la basura
una parte, tal vez importante de mi historia.

Un bolso pretérito y difunto,
en el que ya hace años
que ni siquiera habitan las polillas

Estaba el altillo tan oscuro y tenebroso,
y el sol brillaba ¡tan radiante!

Begoña Iribarren

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