Bajó un día la esperanza a la orilla del río,
buscando un respiro carente de congojas.
Esperaba ver una botella con un mensaje enamorado,
un madero, que mecieran las aguas, en su cuna romántica.
Bajo un día la esperanza en la noche cerrada,
buscando un mendigo de ojos temblorosos
sin nombre y apellido en la memoria,
que le cantara una nana de labios olvidados.
Esperaba un sigilo, una intriga cómplice,
un eco sabio y cantarín,
un resquicio de algo donde apoyarse un rato.
Sólo estaban las aguas
con sus reflejos de farolas como puntos suspensivos.
Esperaba encontrar un roce
sacudido de una vieja chaqueta,
un beso escapado de algún abrazo huidizo,
una sonrisa en busca y captura.
Esperaba la esperanza el regocijo
como una niña espera su muñeca
o un anciano la cometa del sol.
Pero allí no había nada
quizás acaso, alguna triste despedida.
Una piedra, una cuerda,
de algún suicida rajado y temeroso;
una herida de hilvanes descosidos,
una ausencia viva en las entrañas,
gaviotas peligrosamente unidas.
Allí no había nada que oliera a primavera,
sólo estaba la niebla cubriendo los vacíos,
sólo estaban las ondas desahuciadas del mar,
sólo estaba la pena, triste y sola,
aguardando su abrazo,
sólo estaba la angustia a golpe de teléfono
llamándola insistente,
sólo estaba el coro mudo de los desesperados,
los abandonados, los pobres, clamando su nombre.
Bajó, bajó un día la esperanza, a la orilla del río,
a cantar a sus aguas.
Begoña Iribarren, Bilbo - 21/04/2010
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