lunes, 22 de marzo de 2010

Los viejos amigos

A los viejos amigos
no los encuentras a las afueras del ayer,
del brazo del olvido;
por eso nunca sabes,
cuando la nieve tiñó sus cabellos
o el otoño pasó su factura.

Ellos se acoplan a tu vida
como una nota musical a una partitura,
o como una flor a la solapa;
son esa manta cálida que sacas del armario
y colocas sobre tus hombros en las tardes de invierno
y cuando no están,
tu corazón es una casa deshabitada y fría
a merced de las penas

Tienen la capacidad del asombro en su silencio
y ese saber decir, sin decir nada
y ese saber amar, que saben ellos.
Los amigos tienen, tienen tantas cosas;
tienen en sus copas el vino pagano de los dioses
y el fuego alegre de la danza.

Una doctrina, un mandamiento nuevo,
que va de boca en boca
negro y espeso como el chocolate
y leve como el vuelo de un beso.

Los viejos amigos tienen
el consuelo misterioso de los espíritus
y son la nata dulce en los labios de la confianza,
como las galletas tiernas de la niñez.


Begoña Iribarren

sábado, 13 de marzo de 2010

Miguel Delibes


Cuando buceo por los periódicos encuentro noticias de todo tipo, noticias que repudio, noticias absurdas, las menos noticias que me interesan pues hace tiempo que perdí la sintonía con el discurrir de este mundo. La noticia de hoy la catalogo dentro del tipo, no quisiera tener que leer, la muerte de Miguel Delibes.

Viene a mi mente recuerdos del colegio, la imagen de Doña Emilia, mujer que por sus canas y sobre todo por su fuerte carácter nunca perdió ante nosotros, sus alumnos, el trato de Doña. A ella tengo que agradecer mi conexión con la literatura, a sus recomendaciones, intentado encuadrarlas dentro mis gustos y de mi edad. Sé poco o nada de la vida de esta mujer, solo una, su amor por la escritura de Miguel Delibes. El recuerdo de su imagen siempre me vendrá con un libro suyo en la mano , entre otros , "El príncipe destronado", mi primer acercamiento a Delibes.

Hoy quiero compartir el discurso que leyó Miguel Delibes cuando ocupo el 25 de mayo de 1975 el sillón de la Real Academia Española de la Lengua titulado El sentido del progreso desde mi obra. Un alegato ecologista que se editó posteriormente como libro bajo el título de Un mundo que agoniza y que define perfectamente el sentido global de sus obras.

EL SENTIDO DEL PROGRESO DESDE MI OBRA 25/05/1975
M. Delibes

Debo reconocer que la elección de tema para mi discurso de ingreso a esta institución no me ha sido fácil. El carácter literario de la misma, me empujaba, casi fatalmente, en este sentido. Pero, ¿cómo meterme en literaturas ante un auditorio tan competente en esta materia? Estaba, por otra parte, la actitud de mis compañeros periodistas, después de mi elección, poniendo el acento en mi vocación campestre; fueron titulares frecuentes en diarios y revistas en aquellas efemérides. ¿No estarían ellos, al sentar estas afirmaciones verdaderas, abriéndome el cauce por donde mis palabras deberían discurrir? ¿Por qué no traer a la principal, que ha inspirado desde hace cinco lustros mi carrera de escritor? ¿No es mi concepto del progreso algo que está en palmaria contradicción con lo que viene entendiéndose por progreso en el mundo de nuestros días? ¿Por qué no aprovechar este acceso a tan alto auditorio para unir mi voz a la protesta contra la brutal agresión a la Naturaleza que las sociedades llamadas civilizadas vienen perpetrando mediante una tecnología despiadada?.

He aquí en pocas palabras, la génesis de mi discurso de esta tarde. Cuando hace cinco lustros escribí mi novela, donde un muchachito, Daniel, el Mochuelo, se resiste a abandonar la vida comunitaria de la pequeña villa para integrarse en el rebaño de la gran ciudad, algunos me tacharon de reaccionario. No querían admitir que a lo que renunciaba Daniel, el Mochuelo, era a convertirse en cómplice de un progreso de dorada apariencia pero absolutamente irracional. Posteriormente mi oposición al sentido moderno del progreso y las relaciones Hombre-Naturaleza se ha ido haciendo más acre y radical hasta abocar a mi novela, donde el poder del dinero y la organización -quinta esencia de este progreso- termina por convertir en borrego a un hombre sensible, mientras la Naturaleza mancillada, harta de servir de campo de experiencias a la química y la mecánica, se alza contra el hombre en abierta hostilidad. En esta fábula venía a sintetizar mi más honda inquietud actual, inquietud que, humildemente, vengo a compartir con unos centenares -pocos- de naturalistas en el mundo entero. Para algunos de estos hombres la Humanidad no tiene sino una posibilidad de supervivencia, según declararon en el Manifiesto de Roma: frenar su desarrollo y organizar la vida comunitaria sobre bases diferentes a las que hasta hoy han prevalecido. De no hacerlo así consumaremos el suicidio colectivo en un plazo relativamente breve. Su razonamiento es simple. La industria se nutre de la Naturaleza, y la envenena y, al propio tiempo, propende a desarrollarse en complejos cada vez más amplios, con lo que día llegará en que la Naturaleza sea sacrificada a la tecnología. Pero si el hombre precisa de aquella, es obvio que se impone un replanteamiento. Nace así el Manifiesto para la supervivencia, un programa que, pese a sus ribetes utópicos, es a juicio de los firmantes la única alternativa que le queda al hombre contemporáneo. Según él, el hombre debe retornar a la vida en pequeñas comunidades autoadministradas y autosuficientes, los países evolucionados se impondrán él y procurarán que los pueblos atrasados se desarrollen equilibradamente sin incurrir en sus errores de base. Esto no supondría renunciar a la técnica, sino embridarla, someterla a las necesidades del hombre y no imponerla como meta. De esta manera, la actividad industrial no vendría dictada por la sed de poder de un capitalismo de Estado ni por la codicia veleidosa de unas minorías de grandes capitalistas. Sería un servicio al hombre, con lo que automáticamente dejarían de existir países imperialistas y países explotados. Y, simultáneamente, se procuraría armonizar naturaleza y técnica de forma que ésta, aprovechando los desperdicios orgánicos, pudiera cerrar el ciclo de producción de manera racional y ordenada. Tales conquistas y tales frenos, de los cuales apenas se advierten atisbos en los países mejor organizados, imprimirían a la vida del hombre un sentido distinto y alumbrarían una sociedad estable, donde la economía no fuese el eje de nuestros desvelos y se diese preferencia a otros valores específicamente humanos.

Balhala 12/03/2010



jueves, 4 de marzo de 2010

La verdad absoluta

No puedo perder el tiempo
haciendo digresiones
entre hombres y mujeres
sintiéndome persona
absoluta y total.

Necesito encontrar
el misterio,
la verdad,
el todo y la nada
desde mí misma;
sin escuchar versiones
masculinas o femeninas
tendenciosas.
Sólo me interesan
las emitidas desde el alma asexuada
de la Poesía
capaz de convertirse en estrella fugaz
y comprender el Universo
desde fuera.


Enero 2010, PJ B. Rubio

martes, 2 de marzo de 2010

El corazón de María Zambrano


Tiene la palabra -corazón- dos connotaciones muy opuestas. A un lado se halla el significado que convoca a legiones de sentimentalistas y sentimentaloides y al negocio mediático que vive a cuenta de él. En el lado opuesto está el significado rigoristamente científico que lo considera una válvula aspirante-impelente que tiene la virtud y la función de mantener vivo al organismo entero.

Para la reflexión que voy a proponer quisiera partir del significado preciso que María Zambrano da a -la metáfora del corazón- en su obra Hacia un saber del alma.
La obra fue publicada en 1950 pero en la nota a la edición de 1987 para Alianza Editorial (a la que la siguiente cita de páginas que realizaré corresponde) la autora dice: “En nada tengo que desdecirme de lo dicho entonces”.

En busca, pues, de este significado, encontramos la primera nota en la página 54:
“Lo primero que sentimos en la vida del corazón es su condición de oscura cavidad, de recinto hermético; Víscera; entraña. El corazón es el símbolo y representación máxima de todas las entrañas de la vida, la entraña donde todas encuentran su unidad definitiva y su nobleza.”

Y añade:
“Sólo aquello que constitutivamente es cerrado puede ser la sede de una intimidad; aquello que con suprema nobleza puede abrirse sin dejar de ser cavidad, interioridad, y que brinda lo que era su fuerza y su tesoro, sin convertirse en superficie.” (Pág. 55)

Y ¿qué hay en la superficie del ser humano? La palabra. Pero es bien diferente al comportamiento del corazón.
“Toda palabra suspende el tiempo e introduce en su incesante continuidad, discontinuidad. Por eso libra del tiempo” (Pág. 57) Cosa que no puede permitirse el corazón, pues está ocupado “en el trabajo constante de las entrañas de su rutinaria tarea, en cuya rutina va mortal riesgo.” (Pág. 57)

Así es que, tal y como interpreto a María Zambrano, el ser humano está movido por dos resortes de distinta naturaleza. El corazón, encargado de mantener la vida, sin descuido, sin pausa, es de tal generosidad que es capaz de abrirse en canal, para crear un espacio de libertad, un espacio en el que, a diferencia del suyo, no rija en él la implacable ley del tiempo, un espacio en el que pueda enseñorearse, jugar, crear, la palabra. Y este segundo resorte que mueve la vida humana, la palabra, es un auténtico lujo existente únicamente en la especie humana. Cierto que en cada especie animal se da un lenguaje específico, pero su acoplamiento a la supervivencia lo hacen incomparable a esta misteriosa capacidad de suspender momentáneamente el tiempo y poder crear, como es la palabra humana.

Gracias a la generosidad del corazón, la palabra se ha multiplicado, especializado, complicado: ha creado artes, ciencias... y una inmensa verborrea. Pero todo tiene su límite, también los tiene el generoso corazón. “Pues el rencor nace de lo que no logra, trabajando siempre, ser escuchado.” (Pág. 58)

De modo que, como admirador de María Zambrano, quisiera admitir esta lección suya en mi afición a la escritura: tratar de encontrar las palabras que se acoplen a los ritmos del corazón, dándole salida para que no caiga en el rencor, y tratando de evitar las palabras que nada dicen y revisando las que tal vez en su día mucho dijeron, pero como al paciente de un sueño al que se le cae el libro de las manos, nada dicen hoy. O como en el poema de Ada Salas, leído hace poco en el taller:

Las palabras que dije ya no
me significan. No sabía que a todo
le sucede lo mismo
y que mueren de tiempo
también
las palabras. O seré yo
tal vez. O seremos lo mismo

Un oscuro temblor donde resuena
lejos

lo vivido.



Santos Pérez