“EL NOMBRE DE LA ROSA” DE UMBERTO ECO
He vuelto a releer “El Nombre de la Rosa”, libro que guardo desde su publicación en 1980,- y que he necesitado introducir en mi ebook porque mis ojos ya no aceptan letra microscópica-, con el fin de estar a la altura del grupo de lectura que nos reunimos en Bidarte, Deusto, Bilbao, los primeros lunes de cada mes.
Intentando buscar los orígenes de la novela negra o novela policíaca, cuya trama consiste en la solución de crímenes, la investigación que he llevado a cabo la relaciona con la novela gótica, de moda en el siglo XVIII, por lo que, considerando que “El Nombre de la Rosa” de Umberto Eco, participa de ambas características, creo que ha sido un acierto del equipo de Crítica Literaria de la Asociación Escribe-lee comenzar el ciclo de novela negra con este libro, uno de las más interesantes del siglo pasado.
Resulta que el protagonista es un tal fray Guillermo de Baskerville, monje británico, con un apellido que nos remite a “El perro de los Baskerville”, convirtiendole, de inmediato, en un Sherlock Holmes franciscano, seguido de su incondicional Adso de Melk, que es la voz narradora, y que mantiene muchas similitudes con la ingenuidad del Watson de Conan Doyle.
Pero “El Nombre de la Rosa” es mucho más que una novela policíaca en la que hay que resolver una serie de muertes acaecidas en una abadía italiana de la Baja Edad Media.
Un erudito profesor como Umberto Eco no podía sustraerse a la oportunidad de situar la historia en uno de los momentos más apasionantes y oscuros del cisma de Occidente, con el papa Juan XXII en Aviñón, cuando la cristiandad europea se debatía en multitud de herejías, promocionadas por espíritus contestatarios como Dulcino o Ubertino, que se rebelaban ante la prepotencia de la Iglesia y que eran convenientemente aniquilados gracias a una inquisición contundente y eficaz.
El mismo fray Guillermo había sido inquisidor, pero parece que no era lo suficientemente drástico y comprendía las debilidades humanas y filosóficas de los acusados, por lo que tuvo sus problemas con la jerarquía. Es que fray Guillermo ya tenía un puntín renacentista -estamos en 1327- y era partidario de Roger Bacon y de la posibilidad de un entendimiento de la vida fuera de la Santa Madre Iglesia.
Ahí está la madre del cordero de toda la novela: resulta que los monasterios maravillosos que nos han descrito, en las que los santos monjes transcribían con letras de oro pasajes llenos de sabiduría y los ilustraban con imágenes fantásticas y coloreadas, formaban un mundo en el que solamente muy pocos podían acceder a lecturas profanas, por muy interesantes que fueran, y el grueso de los escribanos era servil mano de obra cualificada. La biblioteca era un lugar inexpugnable del que solamente gozaban los elegidos.
En la abadía, en la que el sexo era innombrable, pero donde la homosexualidad resolvía pulsiones inevitables, existía también la lujuria del saber. Y se mataba y se moría por conocer libros prohibidos.
“El Nombre de la Rosa” tiene varias lecturas según el nivel o el interés del lector.
Quien busca el esclarecimiento de las muertes sucesivas; quien quiere profundizar en los devaneos metafísicos acerca de si Jesús de Nazaret tuvo túnica propia, para abordar el tema de la pobreza eclesiástica, o si Jesús se reía- la risa estaba prohibida en la abadía- o estaba siempre solemne; quien se interesa por la situación miserable de las mujeres que se prostituían para comer y eran acusadas de brujería porque su maldad intrínseca hacía que se apoderaran del alma pura del varón; quien le quiere sacar punta a la prepotencia del monacato frente al clero secular o al papado frente al imperio; quien escudriña acerca del miedo de la Iglesia -empeñada en enseñar la doctrina establecida- ante el poder de la razón predicado por Aristóteles; e, incluso, quien le gusta recordar parrafadas en latín- que en una buena edición, se encuentran traducidas y de las que se puede prescindir sin gran trastorno, de no interesar- ,tiene la mesa servida.
El desenlace, que pareció novedoso, no es invento de Umberto Eco: figura en uno de los cuentos de “Las mil y una noches”. Jorge de Burgos, el monje bibliotecario, tal vez lo hubiera leído en árabe directamente.
Bilbao, 15-9-2013.
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