La imagen que el
cine nos ha presentado del Monstruo del Dr. Frankenstein está tan arraigada en
nuestra iconografía contemporánea que es imposible evadirse de ella durante la
lectura de la novela, “Frankenstein o el moderno Prometeo”, con un protagonista
antihéroe, origen de la literatura de terror gótico, y pulula traidoramente por
nuestro cerebro, incapaz de imaginárselo de otra manera.
Mary Shelley
(Londres, 1797-1851) concibió su personaje a los 18 años, tras una apuesta entre
escritores, y no creo que hoy hubiera pasado el ingreso en la literatura de
Ciencia Ficción.
Hay mucha literatura y mucha ficción en Frankenstein, pero
muy poca ciencia. Lo cual no le impide haber encontrado un filón
interesantísimo, en una época en la que la Ciencia comenzaba una carrera
desenfrenada, precisamente en la línea que ella trazó.
¿Pero quién es esta
Mary, nacida en los albores de la Inglaterra victoriana, capaz de crear un
Monstruo, con personalidad tal como para acaparar el nombre de su creador,
Frankenstein, y ser objeto de estudios sociológicos, religiosos y
filosóficos?
Mary Godwin, había nacido de un matrimonio extraño entre el
filósofo político Willian Godwin con la filósofa feminista, Mary Wollstonecraft,
que aportaba una hija de soltera y era autora de una obra titulada “Vindicación
de los derechos de la Mujer”.
Aunque Mary perdió a su madre, recién nacida,
la lectura de su obra y el ambiente liberal, que se respiraba en la familia, la
convirtió en una muchacha culta, independiente y romántica, capaz de mantener
una relación sentimental a los 17 años, y escaparse con un poeta casado, Percy
Shelley, de quien tomó el apellido, y que falleció en un naufragio en 1822, tras
haber contraído matrimonio con Mary, para superar la terrible presión social que
los acosaba.
Mary, joven viuda con un hijo, siguió escribiendo,
principalmente artículos vanguardistas, biografías, novelas y ensayos para
sobrevivir, aprovechando sus viajes para hacer comentarios políticos. Ya no
estaba su Percy para que le corrigiera las faltas como le hizo con Frankenstein,
y fue madurando literariamente.
A él, a su amado Shelley, le dedicó el resto
de su vida promocionando su obra poética sin abandonar la lucha política por la
justicia y la igualdad entre libro y libro.
Mary escribe “Frankenstein o el
moderno Prometeo”, dentro de la corriente literaria de la época: el
romanticismo, dado a las inmersiones en lo tenebroso, con descripciones
minuciosas de paisajes, que hoy se nos hacen demasiado didácticas; con
introspecciones en las almas de los personajes principales: el Doctor y su
Monstruo -solitarios, atormentados, obsesivos-, que acercan al lector a los
problemas personales de todos ellos, haciéndose preguntas continuamente acerca
de múltiples situaciones.
Sin embargo, el nivel científico de la autora era
bastante limitado: habla mucho de que el Doctor utiliza sus instrumentos, los
guarda y va con ellos a todas partes pero jamás nombra ninguno. No sabemos cómo
conseguía los cadáveres que configuraron el Monstruo, y, considerando que
entonces no había congeladores, desde que encontraba el cerebro hasta que daba
con el riñón, se le tenía que haber estropeado el primero. Menos mal que aquel
rayo oportuno le puso en marcha el negocio, porque con los pocos kilovatios que
debía de haber entonces en la red eléctrica doméstica, no lo hubiera
conseguido.
¿Y por qué lo fabricó tan feo? ¿No le hubiera costado lo mismo
buscarse un rostro agradable? ¿O es que se le fue estropeando con el
tiempo?
Querría hacerlo más terrorífico físicamente en contraposición con su
alma pura, al estilo de Rousseau, que se fue deteriorando al contacto con la
civilización.
Todos estos fallos, que vemos en el siglo XXI, y no se
contemplaron entonces, se los vamos a perdonar, porque no estamos juzgando una
tesis doctoral sino una novela.
Novela moralizante en la que ata sus cabos en
temas trascendentes, tales como la ambición humana, la clonación, la pena de
muerte, el odio, la venganza, la cobardía, la importancia de las nuevas
tecnologías en el devenir de la Humanidad, etc.
La solución de alguno de
ellos, chirría en esta época, como la ejecución de la pobre Justine, a la que
condenan sin pruebas. El incidente está narrado por una señorita de la buena
sociedad muy sensible a los dolores ajenos y a la honorabilidad de su amiga, sin
ningún rigor jurídico. Aquí no aparecen coartadas ni investigaciones policiales:
solo hay pena cristiana - aunque la autora se considerara atea- ante la
injusticia, lo que no impidió que ejecutaran a la inocente.
No deja de ser
curiosa la diferencia entre la vida y la idea progresistas de la autora y la
sociedad conservadora que representa, que en algunos casos llega a la ñoñez : la
familia idílica del Doctor, sus amores infantiloides con la prima Elizabeth, las
amistades excelentes y fieles, que pesaban inconscientemente sobre Mary aunque
su imaginación desbordante quisiera escaparse de ese mundo
encorsetado.
Parece que esta dicotomía existía realmente en Mary Shelley, que
tuvo serios problemas en su madurez cuando la quisieron chantajear a cuenta de
varias cartas a diferentes amantes escritas por ella y su esposo- ambos creían
en el amor libre-, pero que no eran bien vistas en su círculo
social.
Sacándole punta literaria, que no filosófica, pienso que, dentro de
su progritud feminista, Mary era bastante cursi y relamida, al menos a la edad
en la que escribió esta su primera novela larga, que por su originalidad y
profundidad, es la que la ha situado en el ranking de los autores
atemporales.
El mismo tratamiento epistolar de la obra, comenzando y
terminando por unas cartas a su hermana del explorador polar, emulando a Scott,
rezuman un estilo narrativo, melodramático, hoy superado. Ello no impide que
Frankenstein sea un clásico que aun tiene mucho futuro.Y mucha vida
independiente de la que le concedió su autora.
Pero el estilo narrativo de la
novela, desde el punto de vista literario, no deja de situarla como una obra
decimonónica con sabor añejo.
Al menos eso me parece a mí.
Bilbao, 30,
12, 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario