martes, 28 de enero de 2014
sábado, 25 de enero de 2014
Taller de Crítica literaria Febrero 2014
“LA METAMORFOSIS” Franz Kafka
Aunque en un primer tiempo, el adjetivo “kafkiano” perteneciera
exclusivamente al ambiente intelectual, hoy es del dominio público en la tercera
acepción del DRAE, como “dicho de una situación absurda y angustiosa”.
Así que una, le iba dando largas a leer cualquier libro de Franz Kafka
(Praga, 1883- Kierlig, Austria, 1924), hasta que, armada de valor y dispuesta a
tragarme un rollo metafísico, leí por primera vez hace un par de años “La
metamorfosis”, publicada en 1915.
Cual no sería mi sorpresa, al descubrir una lectura amena, irónica, sutil,
original, con connotaciones del surrealismo y el existencialismo- de los que
dicen que es precursor, lo mismo que de la “filosofía de la angustia” de
Kierkegaard- que me iba enganchando sin darme cuenta.
Naturalmente, comprendí que se trataba de una parábola, escrita por un
narrador omnisciente, que nos cuenta la historia desde el punto de vista de
Gregor, de una manera lineal, partiendo del momento en que el protagonista, de
unos 23 años, viajante de comercio, se despierta convertido en un enorme
insecto, con todas sus características, como el cambio en sus hábitos
alimenticios y la pérdida de la palabra, por lo que se le corta la comunicación
con el resto del mundo.
El espacio se reduce a su habitación, lo que hace al lector experimentar
la angustia de la clausura que siente Gregor, al que la familia encierra, no
tanto por miedo cuanto por la vergüenza de tener un hijo convertido en un bicho
monstruoso.
A medida que avanzas en la lectura, cuando van apareciendo por el cuarto
los diferentes personajes que constituían su entorno, retratados minuciosa y
magistralmente, el lector se va percatado de que lo que ha ocurrido es que se ha
materializado una situación que el muchacho iba arrastrando desde hacía tiempo:
él ya se sentía vil insecto pisoteado por su padre, agobiado por la familia, a
la que mantenía, ignorado en la empresa que organizaba su vida a golpe de
reloj.
Entonces vas descubriendo la intemporalidad del tema, que hoy está en plena
vigencia. ¿Cuánta gente no se siente dentro de los élitros de un escarabajo, que
comprimen su espíritu y le impide salir al exterior?
Porque, aunque Kafka, no tiene interés en aclarar de qué insecto se trata,
sí le dota de un caparazón quitinoso y rígido, que le oprime como una
coraza.
¿Qué lector no se ha identificado con Gregor en algunos momentos
sublimes, como cuando quiere esconder su cuadro preferido para que no se lo
lleven, o se le olvida su aspecto para salir de la habitación en la que está
recluído y escuchar a Gretel tocando el violín?
Los personajes secundarios, van configurando la historia con sus
actuaciones. El más amable es su hermana Gretel, una adolescente que intenta
alimentarle y arreglarle la habitación pero evoluciona negativamente, hasta el
punto de que, cuando es escuchada por los tres inquilinos, que alaban su
virtuosismo, es la que pide la desaparición de Gregor; tal vez para que su
deformidad no altere su carrera musical.
La madre parece un personaje de opereta, a la que le da un patatús cada vez que se tiene que enfrentar a un problema, convirtiéndose ella en protagonista del momento y desviando la situación originaria en colateral. No suelen actuar así las madres normales, a no ser que estén atemorizadas por un marido dictador e intransigente y éste sea el último recurso para hacerse notar.
El padre, un verdadero parásito, que vivía del trabajo del hijo, le
increpa, le ofende y le hiere. Y conociendo un poco la historia del autor,
enseguida se llega a la conclusión de que late en la obra mucho trauma
freudiano. El gerente es otra manifestación del padre con el que Franz trabajó
en su tienda y de donde se marchó porque no se entendían.
Así que, en cuanto terminé de leer “La Metamorfosis”, me fui corriendo a
devorar la “Carta al padre”, para descubrir las claves de la parábola, que me
habrían pasado desapercibidas.
El la “Carta al padre”, Franz le pasa la cuenta al suyo, atribuyendo a la
prepotencia de éste, de las frustraciones y complejos que han amargado su vida
desde la infancia. Aunque se reconoce un niño enfermizo y rarito, con una
sensibilidad extraordinaria, y capaz de fabular mucho más allá de lo
acostumbrado.
Hermann Kafka, el padre, formaba parte de la élite germanoparlante de los
judíos de Praga, pero le puso a sus hijos nombres alemanes, con el fin de
integrarse en la comunidad gentil, situación que distorsionaba al niño Franz,
que, por una parte admiraba al padre por su atracción arrolladora y por otra le
temía por los desprecios que de él recibía y por la dicotomía entre sus
creencias y sus actos.Todo ello contribuyó a potenciar la judeidad de Franz, que
se introdujo en el estudio de la cábala.
Hay muchas alegorías relacionadas con la cábala en “La metamorfosis”, tales como la profusión del número tres: tres partes en la obra, tres inquilinos, tres puertas, tres habitaciones, tres criadas…hasta tres metamorfosis experimentadas por lo personajes a lo largo de la obra. Como obra mítica, “La metamorfosis” tiene infinidad de interpretaciones: desde el egoísmo humano, la no aceptación del diferente -principalmente al artista-, hasta implicaciones cósmicas entendiendo en conflicto padre-hijo como la lucha entre Dios y la humanidad; o marxistas, enfatizando la interrelación casa-oficina causante de la alienación que origina el sistema económico imperante. Toda la obra de Kafka está impregnada de mensajes filosóficos, judaicos o cabalísticos.
Su búsqueda es la que seduce a los lectores.
A mí me ha seducido.
Bilbao, 25-1-2014
PJ Blanco Rubio
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miércoles, 22 de enero de 2014
El impacto Frankenstein
El impacto Frankenstein
Coincido con mi compañera P.J. Blanco, en su comentario al
libro, en este mismo blog, en el aspecto de que es una novela que no nos aporta
gran cosa desde el punto de vista literario a estas alturas.
Y
esta valoración resulta oportuna para realizar la siguiente pregunta: ¿A qué se
debe su repercusión después de casi dos siglos, en la literatura, en el cine,
en la música, en la TV, incluso en la ópera?
Es
significativo que muchas personas que han visto películas de Frankenstein, no hayan
leído el libro de Mary Shelly, y que se haya acabado por denominar con el
nombre del personaje “Doctor Victor Frankenstein”, al propio monstruo por el
doctor creado, según la novela de la autora.
Cabe
interpretar que como la joven autora no era una consagrada escritora, pues
tenía 21 años cuando escribió la novela, simplemente se dejara llevar por el
estilo romántico de la época, sin ser demasiado original ella en su estilo
propio. Pero es indudable que dio en el blanco en la creación de sus dos personajes
principales:
El
doctor Victor Frankenstein, el nuevo Prometeo, el aprendiz de brujo que cree,
tras unos estudios universitarios, estar capacitado, nada menos que para
convertirse en un nuevo demiurgo, capaz de aplicar la técnica para crear un ser
humano, o para resucitarlo de la muerte y crear lo que el doctor llama un
“engendro”, que es el segundo personaje. Y este es uno de los méritos de la
autora. El estar atenta, el tener la mente muy abierta a los conocimientos de
la época y saber aprovechar el ilustrado entorno familiar y de amistades.
En
dicho entorno estaban su marido, el poeta Percy Bysshe Shelley, y su íntimo
amigo Lord Byron, por citar los más famosos. Su grupo conocía la tradición en
las leyendas judías, de los golems, muñecos de barro, que al mencionar
sobre ellos el nombre de Dios cobraban una especie de vida. Por otra parte
estaban al tanto de los descubrimientos de Galvani (en 1771 experimentando con
ancas de ranas muertas observó que los músculos se contraían como si estuvieran
vivos al aplicarles una corriente eléctrica) y de Volta (en 1800 inventó la
pila eléctrica para el desarrollo de la electricidad continua). Había un gran
interés por estos descubrimientos desde la excitación y el temor de que la
electricidad pudiera resucitar la materia muerta.
Y
desde esta excitación escribió Frankenstein la joven Mary Shelly, dando
de lleno en varias de las preocupaciones e intereses más importantes que anidan
en el corazón humano de todos los tiempos.
Pues
en efecto, ¿hay alguna preocupación en el ser humano que es haya sido y será
más importante que su propia muerte, de su deseo de no morir, o de resucitar,
en definitiva, de ser eterno?
De
ello dan prueba los cinco mil millones de personas religiosas en el mundo.
¿No ofrecen todas las religiones la vida
eterna?
Señalaré
otro dato que puede parecer más chusco por su aparente inverosimilitud, pero la
“Alcor Life Extensión Foundation” de EE.UU. confirma su veracidad: Doscientas
personas muertas esperan congeladas a que la ciencia y la técnica lleguen a un
nivel capaz de resucitarlas.
Incluso
de un ateo como Nietzsche podemos escuchar, al final de su Zarathustra:
“¡El
dolor dice: pasa!
Mas
todo placer quiere eternidad,
¡quiere
profunda, profunda eternidad!
Y esto es también lo que ansía el Doctor Fausto, en el
gran poema de Goethe, cuando por ella es capaz de vender su alma al diablo.
Y ese ha sido el atributo esencial de la divinidad: ser
eterno.
Pero
el divino demiurgo no ha hecho eternas a sus criaturas, o al menos no se lo ha
hecho saber con claridad. De ahí que las criaturas, imitando a su creador,
además de querer ser eternas quieren ser ellas también creadoras. Nada
satisface tanto al ser humanos como ser creador, pues es la cualidad que, al
menos mientras crea, le saca de su condición pasiva, subsidiaria, dependiente;
pasa de depender él de un ser a que otro ser dependa de él.
Prometeo,
dios menor del Olimpo, se compadeció de esta condición humillada del hombre y
robó el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres. El fuego simboliza
al mismo tiempo inteligencia creadora y potencia técnica para llevar a cabo la
creación. Y este mito clásico inspiró a nuestra autora para dar a su principal
personaje, Victor Frankenstein, el sobrenombre de “Nuevo Prometeo”. Tal vez lo
hacía porque concitaba la mayoría de los temores de los románticos a la nueva
técnica, en particular una mezcla de excitación y temor de que la electricidad
pudiera resucitar a la vida la materia inerte.
Y esta mezcla de excitación y temor
acompaña al creador cuando está concentrado en su obra. Y si el fin de su obra
es crear una vida humana, tal excitación y temor son extraordinariamente
amplificados, como lo revela el director James Whale, en la más clásica de las
películas sobre Frankenstein.
Dominar
la criatura, este es otro de los grandes impactos que ha producido la obra de
nuestra autora: Desde el más inocente y simpático Mickey Mouse de Walt Disney
en Fantasía hasta la más dramática como Blade Runner, el cine ha
reflejado esta vocación de aprendices de brujo que tenemos todos lo seres
humanos.
Y
ojalá esta vocación se diera sólo en los personajes de las novelas y las
películas pero las famosas distopías de Huxley y de Orwel, en Un mundo feliz
y 1984, respectivamente, son novelas que se van pareciendo cada vez más
a la realidad. Cada vez más la técnica puede diseñar vida según las necesidades
del poder de turno. Y el Gran Hermano real, cada vez dispone de mayor
información sobre nuestra identidad, personalidad..., es una vigilancia mas
amable, más de buen rollo en los móviles, en las tablet. Este
gran monstruo que se está creando no tiene las facciones repelentes del de
Frankenstein; los nuevos aprendices de brujo han aprendido mucho. Pero lo malo
es que no han aprendido tanto como ellos creen.
Sopelana,
15 de enero, 2014
Santos
Pérez
miércoles, 1 de enero de 2014
Taller de Crítica literaria Enero 2014
FRANKENSTEIN O EL MODERNO PROMETEO Mary Shelley, 1816
La imagen que el
cine nos ha presentado del Monstruo del Dr. Frankenstein está tan arraigada en
nuestra iconografía contemporánea que es imposible evadirse de ella durante la
lectura de la novela, “Frankenstein o el moderno Prometeo”, con un protagonista
antihéroe, origen de la literatura de terror gótico, y pulula traidoramente por
nuestro cerebro, incapaz de imaginárselo de otra manera.
Mary Shelley
(Londres, 1797-1851) concibió su personaje a los 18 años, tras una apuesta entre
escritores, y no creo que hoy hubiera pasado el ingreso en la literatura de
Ciencia Ficción.
Hay mucha literatura y mucha ficción en Frankenstein, pero
muy poca ciencia. Lo cual no le impide haber encontrado un filón
interesantísimo, en una época en la que la Ciencia comenzaba una carrera
desenfrenada, precisamente en la línea que ella trazó.
¿Pero quién es esta
Mary, nacida en los albores de la Inglaterra victoriana, capaz de crear un
Monstruo, con personalidad tal como para acaparar el nombre de su creador,
Frankenstein, y ser objeto de estudios sociológicos, religiosos y
filosóficos?
Mary Godwin, había nacido de un matrimonio extraño entre el
filósofo político Willian Godwin con la filósofa feminista, Mary Wollstonecraft,
que aportaba una hija de soltera y era autora de una obra titulada “Vindicación
de los derechos de la Mujer”.
Aunque Mary perdió a su madre, recién nacida,
la lectura de su obra y el ambiente liberal, que se respiraba en la familia, la
convirtió en una muchacha culta, independiente y romántica, capaz de mantener
una relación sentimental a los 17 años, y escaparse con un poeta casado, Percy
Shelley, de quien tomó el apellido, y que falleció en un naufragio en 1822, tras
haber contraído matrimonio con Mary, para superar la terrible presión social que
los acosaba.
Mary, joven viuda con un hijo, siguió escribiendo,
principalmente artículos vanguardistas, biografías, novelas y ensayos para
sobrevivir, aprovechando sus viajes para hacer comentarios políticos. Ya no
estaba su Percy para que le corrigiera las faltas como le hizo con Frankenstein,
y fue madurando literariamente.
A él, a su amado Shelley, le dedicó el resto
de su vida promocionando su obra poética sin abandonar la lucha política por la
justicia y la igualdad entre libro y libro.
Mary escribe “Frankenstein o el
moderno Prometeo”, dentro de la corriente literaria de la época: el
romanticismo, dado a las inmersiones en lo tenebroso, con descripciones
minuciosas de paisajes, que hoy se nos hacen demasiado didácticas; con
introspecciones en las almas de los personajes principales: el Doctor y su
Monstruo -solitarios, atormentados, obsesivos-, que acercan al lector a los
problemas personales de todos ellos, haciéndose preguntas continuamente acerca
de múltiples situaciones.
Sin embargo, el nivel científico de la autora era
bastante limitado: habla mucho de que el Doctor utiliza sus instrumentos, los
guarda y va con ellos a todas partes pero jamás nombra ninguno. No sabemos cómo
conseguía los cadáveres que configuraron el Monstruo, y, considerando que
entonces no había congeladores, desde que encontraba el cerebro hasta que daba
con el riñón, se le tenía que haber estropeado el primero. Menos mal que aquel
rayo oportuno le puso en marcha el negocio, porque con los pocos kilovatios que
debía de haber entonces en la red eléctrica doméstica, no lo hubiera
conseguido.
¿Y por qué lo fabricó tan feo? ¿No le hubiera costado lo mismo
buscarse un rostro agradable? ¿O es que se le fue estropeando con el
tiempo?
Querría hacerlo más terrorífico físicamente en contraposición con su
alma pura, al estilo de Rousseau, que se fue deteriorando al contacto con la
civilización.
Todos estos fallos, que vemos en el siglo XXI, y no se
contemplaron entonces, se los vamos a perdonar, porque no estamos juzgando una
tesis doctoral sino una novela.
Novela moralizante en la que ata sus cabos en
temas trascendentes, tales como la ambición humana, la clonación, la pena de
muerte, el odio, la venganza, la cobardía, la importancia de las nuevas
tecnologías en el devenir de la Humanidad, etc.
La solución de alguno de
ellos, chirría en esta época, como la ejecución de la pobre Justine, a la que
condenan sin pruebas. El incidente está narrado por una señorita de la buena
sociedad muy sensible a los dolores ajenos y a la honorabilidad de su amiga, sin
ningún rigor jurídico. Aquí no aparecen coartadas ni investigaciones policiales:
solo hay pena cristiana - aunque la autora se considerara atea- ante la
injusticia, lo que no impidió que ejecutaran a la inocente.
No deja de ser
curiosa la diferencia entre la vida y la idea progresistas de la autora y la
sociedad conservadora que representa, que en algunos casos llega a la ñoñez : la
familia idílica del Doctor, sus amores infantiloides con la prima Elizabeth, las
amistades excelentes y fieles, que pesaban inconscientemente sobre Mary aunque
su imaginación desbordante quisiera escaparse de ese mundo
encorsetado.
Parece que esta dicotomía existía realmente en Mary Shelley, que
tuvo serios problemas en su madurez cuando la quisieron chantajear a cuenta de
varias cartas a diferentes amantes escritas por ella y su esposo- ambos creían
en el amor libre-, pero que no eran bien vistas en su círculo
social.
Sacándole punta literaria, que no filosófica, pienso que, dentro de
su progritud feminista, Mary era bastante cursi y relamida, al menos a la edad
en la que escribió esta su primera novela larga, que por su originalidad y
profundidad, es la que la ha situado en el ranking de los autores
atemporales.
El mismo tratamiento epistolar de la obra, comenzando y
terminando por unas cartas a su hermana del explorador polar, emulando a Scott,
rezuman un estilo narrativo, melodramático, hoy superado. Ello no impide que
Frankenstein sea un clásico que aun tiene mucho futuro.Y mucha vida
independiente de la que le concedió su autora.
Pero el estilo narrativo de la
novela, desde el punto de vista literario, no deja de situarla como una obra
decimonónica con sabor añejo.
Al menos eso me parece a mí.
Bilbao, 30,
12, 2013
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