sábado, 13 de marzo de 2010

Miguel Delibes


Cuando buceo por los periódicos encuentro noticias de todo tipo, noticias que repudio, noticias absurdas, las menos noticias que me interesan pues hace tiempo que perdí la sintonía con el discurrir de este mundo. La noticia de hoy la catalogo dentro del tipo, no quisiera tener que leer, la muerte de Miguel Delibes.

Viene a mi mente recuerdos del colegio, la imagen de Doña Emilia, mujer que por sus canas y sobre todo por su fuerte carácter nunca perdió ante nosotros, sus alumnos, el trato de Doña. A ella tengo que agradecer mi conexión con la literatura, a sus recomendaciones, intentado encuadrarlas dentro mis gustos y de mi edad. Sé poco o nada de la vida de esta mujer, solo una, su amor por la escritura de Miguel Delibes. El recuerdo de su imagen siempre me vendrá con un libro suyo en la mano , entre otros , "El príncipe destronado", mi primer acercamiento a Delibes.

Hoy quiero compartir el discurso que leyó Miguel Delibes cuando ocupo el 25 de mayo de 1975 el sillón de la Real Academia Española de la Lengua titulado El sentido del progreso desde mi obra. Un alegato ecologista que se editó posteriormente como libro bajo el título de Un mundo que agoniza y que define perfectamente el sentido global de sus obras.

EL SENTIDO DEL PROGRESO DESDE MI OBRA 25/05/1975
M. Delibes

Debo reconocer que la elección de tema para mi discurso de ingreso a esta institución no me ha sido fácil. El carácter literario de la misma, me empujaba, casi fatalmente, en este sentido. Pero, ¿cómo meterme en literaturas ante un auditorio tan competente en esta materia? Estaba, por otra parte, la actitud de mis compañeros periodistas, después de mi elección, poniendo el acento en mi vocación campestre; fueron titulares frecuentes en diarios y revistas en aquellas efemérides. ¿No estarían ellos, al sentar estas afirmaciones verdaderas, abriéndome el cauce por donde mis palabras deberían discurrir? ¿Por qué no traer a la principal, que ha inspirado desde hace cinco lustros mi carrera de escritor? ¿No es mi concepto del progreso algo que está en palmaria contradicción con lo que viene entendiéndose por progreso en el mundo de nuestros días? ¿Por qué no aprovechar este acceso a tan alto auditorio para unir mi voz a la protesta contra la brutal agresión a la Naturaleza que las sociedades llamadas civilizadas vienen perpetrando mediante una tecnología despiadada?.

He aquí en pocas palabras, la génesis de mi discurso de esta tarde. Cuando hace cinco lustros escribí mi novela, donde un muchachito, Daniel, el Mochuelo, se resiste a abandonar la vida comunitaria de la pequeña villa para integrarse en el rebaño de la gran ciudad, algunos me tacharon de reaccionario. No querían admitir que a lo que renunciaba Daniel, el Mochuelo, era a convertirse en cómplice de un progreso de dorada apariencia pero absolutamente irracional. Posteriormente mi oposición al sentido moderno del progreso y las relaciones Hombre-Naturaleza se ha ido haciendo más acre y radical hasta abocar a mi novela, donde el poder del dinero y la organización -quinta esencia de este progreso- termina por convertir en borrego a un hombre sensible, mientras la Naturaleza mancillada, harta de servir de campo de experiencias a la química y la mecánica, se alza contra el hombre en abierta hostilidad. En esta fábula venía a sintetizar mi más honda inquietud actual, inquietud que, humildemente, vengo a compartir con unos centenares -pocos- de naturalistas en el mundo entero. Para algunos de estos hombres la Humanidad no tiene sino una posibilidad de supervivencia, según declararon en el Manifiesto de Roma: frenar su desarrollo y organizar la vida comunitaria sobre bases diferentes a las que hasta hoy han prevalecido. De no hacerlo así consumaremos el suicidio colectivo en un plazo relativamente breve. Su razonamiento es simple. La industria se nutre de la Naturaleza, y la envenena y, al propio tiempo, propende a desarrollarse en complejos cada vez más amplios, con lo que día llegará en que la Naturaleza sea sacrificada a la tecnología. Pero si el hombre precisa de aquella, es obvio que se impone un replanteamiento. Nace así el Manifiesto para la supervivencia, un programa que, pese a sus ribetes utópicos, es a juicio de los firmantes la única alternativa que le queda al hombre contemporáneo. Según él, el hombre debe retornar a la vida en pequeñas comunidades autoadministradas y autosuficientes, los países evolucionados se impondrán él y procurarán que los pueblos atrasados se desarrollen equilibradamente sin incurrir en sus errores de base. Esto no supondría renunciar a la técnica, sino embridarla, someterla a las necesidades del hombre y no imponerla como meta. De esta manera, la actividad industrial no vendría dictada por la sed de poder de un capitalismo de Estado ni por la codicia veleidosa de unas minorías de grandes capitalistas. Sería un servicio al hombre, con lo que automáticamente dejarían de existir países imperialistas y países explotados. Y, simultáneamente, se procuraría armonizar naturaleza y técnica de forma que ésta, aprovechando los desperdicios orgánicos, pudiera cerrar el ciclo de producción de manera racional y ordenada. Tales conquistas y tales frenos, de los cuales apenas se advierten atisbos en los países mejor organizados, imprimirían a la vida del hombre un sentido distinto y alumbrarían una sociedad estable, donde la economía no fuese el eje de nuestros desvelos y se diese preferencia a otros valores específicamente humanos.

Balhala 12/03/2010



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