Madame Bovary - Gustave Flaubert 1857
Conocí a Madame Bovary
en mi juventud, a raíz de su publicación en España, desconociendo que tanto el
editor como el traductor habían sido sancionados por pornográficos; y aunque la
devoré la historia con placer, no me
sedujo, dada la vida licenciosa de la protagonista, y la moral estricta que yo
proclamaba en aquellos años.
Y eso que teníamos
muchas cosas en común: ambas éramos lectoras compulsivas y transgresoras de la
norma. Yo misma la estaba leyendo consciente
de que se trataba de una novela incluida en el Índice, lo que la convertía en
un aliciente morboso.
Seguramente, dados mi
parámetros morales de los años 60, yo
hubiera participado en el jurado que atacó a Fleubert en el siglo XIX por
inmoral. Hoy he perdonado a la adúltera.
Qué palabra tan fuerte: ¡adúltera!
Emma no es más que una mujer tan simple como
apasionada, capaz de fabricarse una idea del amor absoluto y recíproco, en un
mundo que solamente existía en su imaginación. Una protagonista romántica, con
la cabeza llena de fantasías, que flota dentro de una novela escrita con visión naturalista y momentos de realismo
antológicos.
Parece que Flaubert
nunca llegó a pronuncial la frase que se le atribuye: “Madame Bovary soy yo” ,
pero el drama de la Bovary es el drama del autor, a caballo entre dos
corrientes literarias: el romanticismo en declive y el realismo pragmático y crítico con la situación social, que tan
crudamente describe con toda minuciosidad en su novela.
El genio de Gustave Flaubert
(Ruán 1821-1880), que escribió esta obra maestra basada en un hecho real, es
capaz de convertir una historia de adulterio convencional, no solamente en un profundo análisis de la humanidad sino en un ejercicio minucioso de literatura
exquisita, cuidando el más mínimo detalle de cada página, lo que le llevó cinco
años de apasionamiento creativo.
Han pasado mucho tiempo desde que la sociedad
puritana se escandalizara por la entrega incondicional de Emma a otros hombres
en los que quería encontrar la emoción que no le proporcionaba su esposo. Necesitaba
la aventura secreta y traicionera para darle chispa a su infidelidad. Ahí
estaba la gracia del vicio que ella consideraba propio de grandes damas
aristócratas.
Y no le fue dificil:
¿A qué Rodolphe, vividor si los hay, no se le exalta el ego para colocarse en
trance cuando la chica más fina del lugar, vestida a la moda palaciega, le dice
que su marido no la satisface y que él solamente puede saciar su ansia? Lo
mismo le ocurrirá a León, que tampoco se puede resistir al juego erótico que
Emma requiere.
Pero la apasionada,
que no consiguió convertir en amor su relación conyugal, terminaba por
convertir en conyugales sus relaciones furtivas, y sus idealizados amantes reaccionaban ante su entrega con la
misma vulgaridad con que lo hubiera hecho el mediocre médico que tenía por esposo.
Es tanto el deseo de amar y ser amada, que
esta infelicidad, generada por su propio inconformismo y la ceguera ante la
realidad, que esta situación ha dado lugar a una enfermedad sicológica conocida
como bovarismo.
Pero madame Bovary no
muere por amor, como Ana Karenina, por ejemplo: muere por miedo a enfrentarse a
la cruda penuria en que ha convertido
sus delirios.
Este plus de estupidez,
que tanto preocupaba al autor, al dolerle que la nación que había enseñado al
mundo el lema de “Libertad, igualdad, fraternidad”, podía convertirse en la más
superficial y egoísta, coloca a la señora Bovary en una clamorosa actualidad: su
necesidad de vivir por encima de sus posibilidades y su inconsciencia ante la evidencia
de su situación social por mor de lecturas frívolas, que constituían los
programas del corazón de la época.
Emma no es una lectora intelectual, con ánimo
de aprender y superarse, sino el prototipo de mujer insegura, devoradora de
folletines por entregas, gastadora en exceso para suplir sus carencias
pueblerinas comprando las novedades al uso, capaz de endeudarse y perder toda
su fortuna hasta llegar al embargo y a la desesperación.
Parece que el
consumismo estaba comenzando a proliferar y Flaubert da un toque de atención
ante este problema naciente en la pequeña burguesía de provincias, y que
estamos comprobando en nuestras propias carnes hasta dónde ha llegado en el
siglo XXI.
Escrita la novela por
un narrador omnisciente- excepto el primer capítulo, cuando Charles ingresa en
el colegio, que aparece en primera persona-, está salpicada de multitud de
personajes secundarios, encajados como en un puzle perfecto, en una visión
panorámica de la sociedad local, entre
los que destacan el farmacéutico Homais,
ansioso de ascender a la clase política; aunque ninguno tan patético como el
comerciante usurero Lhereux que es capaz de enseñarle con una mano el pagaré
firmado, que está a punto de vencer, mientras le muestra, con la otra, una tela nueva, para que Emma compre y siga
atrapada más y más en sus redes especulativas.
Flaubert, satirizó en esta novela a muchos estamentos
sociales a través de sus representados, como el
trepador farmacéutico, los médicos prepotentes -los doctores Canivet y Larivière-, y el abate
Bournisien, que organiza el sepelio con toda la parafernalia pero que no
ayudó a Emma cuando ella se lo estaba
suplicando.
El escritor, que
pasaba por racionalista desapasionado, que despreciaba la trivialización social
de la vida que había ahogado el romanticismo para caer en brazos del
capitalismo, ama a su protagonista a pesar de sus miserias. Hay mucha ternura
en la dramática muerte de Emma, tanto en sus sufrimientos físicos y morales
como en los de Charles Bovary, que no ha tenido capacidad para ver la realidad;
con esa esposa coquetuela y frívola, que alegraba su vulgar mundo profesional
cambiando las cortinas de vez en cuando y en cuya alma no necesita entrar
porque él ya es feliz, y eso le basta.
Pese a que la obra
“Madame Bovary” es representativa de la estupidez reinante en la segunda mitad
del siglo XIX, Flaubert, que amaba “la belleza por la belleza” es incapaz de
condenar a su heroína. Ni siquiera la juzga. Deja que lo haga el lector, que tiene que
debatirse entre esta fusión de realismo y romanticismo.
PJ Blanco Rubio Bilbao, 18-3-2014
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