martes, 18 de marzo de 2014

Madame Bovary - Gustave Flaubert (1857)


Madame Bovary - Gustave Flaubert 1857

Conocí a Madame Bovary en mi juventud, a raíz de su publicación en España, desconociendo que tanto el editor como el traductor habían sido sancionados por pornográficos; y aunque la devoré la historia con placer,  no me sedujo, dada la vida licenciosa de la protagonista, y la moral estricta que yo proclamaba en aquellos años.

Y eso que teníamos muchas cosas en común: ambas éramos lectoras compulsivas y transgresoras de la norma. Yo misma  la estaba leyendo consciente de que se trataba de una novela incluida en el Índice, lo que la convertía en un aliciente morboso.

Seguramente, dados mi parámetros morales  de los años 60, yo hubiera participado en el jurado que atacó a Fleubert en el siglo XIX por inmoral.  Hoy he perdonado a la adúltera. Qué palabra tan fuerte: ¡adúltera!

Emma no es más que una mujer tan simple como apasionada, capaz de fabricarse una idea del amor absoluto y recíproco, en un mundo que solamente existía en su imaginación. Una protagonista romántica, con la cabeza llena de fantasías, que flota dentro de una novela escrita  con visión naturalista y momentos de realismo antológicos.

Parece que Flaubert nunca llegó a pronuncial la frase que se le atribuye: “Madame Bovary soy yo” , pero el drama de la Bovary es el drama del autor, a caballo entre dos corrientes literarias: el romanticismo en declive y el realismo  pragmático  y crítico con la situación social, que tan crudamente describe con toda minuciosidad en su novela.

El genio de Gustave Flaubert (Ruán 1821-1880), que escribió esta obra maestra basada en un hecho real, es capaz de convertir una historia de adulterio convencional, no solamente  en un profundo análisis de la humanidad  sino en un ejercicio minucioso de literatura exquisita, cuidando el más mínimo detalle de cada página, lo que le llevó cinco años de apasionamiento creativo.

Han pasado mucho tiempo desde que la sociedad puritana se escandalizara por la entrega incondicional de Emma a otros hombres en los que quería encontrar la emoción que no le proporcionaba su esposo. Necesitaba la aventura secreta y traicionera para darle chispa a su infidelidad. Ahí estaba la gracia del vicio que ella consideraba propio de grandes damas aristócratas.

Y no le fue dificil: ¿A qué Rodolphe, vividor si los hay, no se le exalta el ego para colocarse en trance cuando la chica más fina del lugar, vestida a la moda palaciega, le dice que su marido no la satisface y que él solamente puede saciar su ansia? Lo mismo le ocurrirá a León, que tampoco se puede resistir al juego erótico que Emma requiere.

Pero la apasionada, que no consiguió convertir en amor su relación conyugal, terminaba por convertir en conyugales sus relaciones furtivas, y sus idealizados  amantes reaccionaban ante su entrega con la misma vulgaridad con que lo hubiera hecho el mediocre  médico que tenía por esposo.

Es tanto el deseo de amar y ser amada, que esta infelicidad, generada por su propio inconformismo y la ceguera ante la realidad, que esta situación ha dado lugar a una enfermedad sicológica conocida como bovarismo.

Pero madame Bovary no muere por amor, como Ana Karenina, por ejemplo: muere por miedo a enfrentarse a la cruda penuria  en que ha convertido sus delirios.

Este plus de estupidez, que tanto preocupaba al autor, al dolerle que la nación que había enseñado al mundo el lema de “Libertad, igualdad, fraternidad”, podía convertirse en la más superficial y egoísta, coloca a la señora Bovary en una clamorosa actualidad: su necesidad de vivir por encima de sus posibilidades y su inconsciencia ante la evidencia de su situación social por mor de lecturas frívolas, que constituían los programas del corazón de la época.

Emma no es una lectora intelectual, con ánimo de aprender y superarse, sino el prototipo de mujer insegura, devoradora de folletines por entregas, gastadora en exceso para suplir sus carencias pueblerinas comprando las novedades al uso, capaz de endeudarse y perder toda su fortuna hasta llegar al embargo y a la desesperación.
Parece que el consumismo estaba comenzando a proliferar y Flaubert da un toque de atención ante este problema naciente en la pequeña burguesía de provincias, y que estamos comprobando en nuestras propias carnes hasta dónde ha llegado en el siglo XXI.

Escrita la novela por un narrador omnisciente- excepto el primer capítulo, cuando Charles ingresa en el colegio, que aparece en primera persona-, está salpicada de multitud de personajes secundarios, encajados como en un puzle perfecto, en una visión panorámica  de la sociedad local, entre los que destacan  el farmacéutico Homais, ansioso de ascender a la clase política; aunque ninguno tan patético como el comerciante usurero Lhereux que es capaz de enseñarle con una mano el pagaré firmado, que está a punto de vencer, mientras le muestra, con la otra,  una tela nueva, para que Emma compre y siga atrapada más y más en sus redes especulativas.

Flaubert, satirizó en esta novela a muchos estamentos sociales a través de sus representados, como el  trepador farmacéutico, los médicos prepotentes -los  doctores Canivet y Larivière-, y el abate Bournisien, que organiza el sepelio con toda la parafernalia pero que no ayudó  a Emma cuando ella se lo estaba suplicando.

El escritor, que pasaba por racionalista desapasionado, que despreciaba la trivialización social de la vida que había ahogado el romanticismo para caer en brazos del capitalismo, ama a su protagonista a pesar de sus miserias. Hay mucha ternura en la dramática muerte de Emma, tanto en sus sufrimientos físicos y morales como en los de Charles Bovary, que no ha tenido capacidad para ver la realidad; con esa esposa coquetuela y frívola, que alegraba su vulgar mundo profesional cambiando las cortinas de vez en cuando y en cuya alma no necesita entrar porque él ya es feliz, y eso le basta.

Pese a que la obra “Madame Bovary” es representativa de la estupidez reinante en la segunda mitad del siglo XIX, Flaubert, que amaba “la belleza por la belleza” es incapaz de condenar a su heroína. Ni siquiera la juzga. Deja que lo haga el lector, que tiene que debatirse entre esta fusión de realismo y romanticismo.

 PJ Blanco Rubio Bilbao, 18-3-2014

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