TREINTA MIL GATOPARDOS
Mientras degustaba “El Gatopardo” durante el
verano, se interferían en mi mente las secuencias magistrales de Visconti con
las que iba creando mi propia imaginación a medida
que avanzaba en su lectura.Afortunadamente- y lo digo en serio- siempre he
gozado de muy mala memoria, por lo que puedo ver o leer varias veces una misma
obra al cabo de cierto tiempo, y disfrutar siempre de su contenido con la misma
intensidad, modificado, a veces solamente, por un recuerdo vago de la visión
anterior.
Ese ha sido mi caso esta vez en el que la película, tan lejana, me enmarcaba situaciones, con muy liviana precisión y tenía que componérmelas en mi fantasía partiendo del texto.
Me ha resultado más melancólico el libro que la película y he valorado más el juego del autor literario, que procura no tanto escribir una novela histórica cuanto convertir en creíble e histórica su novela.
Quién más me ha
interesado, tal vez porque intenta hacer un retrato de sus antepasados en
momentos tan cruciales como los presentes -de un fin y principio de era- con
mutaciones sociales que originan conflictos sicológicos y morales, ha sido el
propio escritor.
Giuseppe Tomasi di
Lampedusa (Palermo 1896- Roma 1957) creador de un concepto político, el
gatopardismo, con el que se puede o no estar de acuerdo, no había escrito jamás
más allá que cartas familiares y, a los 58 años, cogió la pluma en el café
dónde solía reunirse con sus amigos, y se puso a escribir una obra
maestra.¡Anda ya! Su única novela que, incluso, ni vio publicada porque, como
en muchos casos, los “técnicos” literarios que la preleyeron no estaban a la
altura de semejante obra de arte…
¿Cómo fue posible que a una edad tan avanzada, y de sopetón, le entrara la furia narrativa a Lampedusa?
Me ha hecho pensar en tantas personas que, al llegar a su madurez, sin una preparación específica, necesitan contar sus riquísimas experiencias.
¿Dónde tuvo almacenada tantos años la magia para reunir en una ficción tanta sensibilidad, tanta belleza, cinismo, ironía, reflexión, tanto arte para jugar con la fantasía y la historia, basándose en personajes que existieron pero con otras características diferentes a las que él les iba otorgando?
¿Cómo fue posible que a una edad tan avanzada, y de sopetón, le entrara la furia narrativa a Lampedusa?
Me ha hecho pensar en tantas personas que, al llegar a su madurez, sin una preparación específica, necesitan contar sus riquísimas experiencias.
¿Dónde tuvo almacenada tantos años la magia para reunir en una ficción tanta sensibilidad, tanta belleza, cinismo, ironía, reflexión, tanto arte para jugar con la fantasía y la historia, basándose en personajes que existieron pero con otras características diferentes a las que él les iba otorgando?
Leyendo Lampedusa fue
durante toda su vida un lector impenitente.
La lectura es la comunicación absoluta entre dos personas: en la que el escritor penetra en el alma del lector poseyéndolo totalmente y preñándolo con su mensaje. ¿ O es el lector, seducido, quién desea ser penetrado y poseído por él?
La lectura es la comunicación absoluta entre dos personas: en la que el escritor penetra en el alma del lector poseyéndolo totalmente y preñándolo con su mensaje. ¿ O es el lector, seducido, quién desea ser penetrado y poseído por él?
Por fortuna, no todos
los lectores del mundo necesitan parir un libro. A la mayoría se le va
diluyendo el semen generador y repartiendo por sus neuronas que sí originan
ideas nuevas al mezclarse con las suyas propias. Un buen lector renace y crece
con cada lectura. Por eso es tan importante, como en el alimento del cuerpo,
leer de todo, no sea que nos queden carencias nutritivas y solo crezcamos en
una única dirección sin la armonía que requiere un espíritu atlético.
A veces, un lector pasivo, necesita irrefrenablemente convertirse en escritor activo, descubriendo que el placer que proporciona la escritura es excepcional e intransferible.
El resultado, tanto si se trata de narrativa como de poesía, muchas veces no está a la altura de este placer, y puede resultar demasiado intimista o críptico o vulgar, porque el vomitador de ideas rompedoras no ha pensado lo suficiente en el receptor del mensaje que juega con unos códigos preestablecidos.
Todo autor se piensa que acaba de escribir su “Gatopardo” al colocar la fecha al final de su trabajo. Sobre todo cuando se trata de autores y autoras que, tras mucha experiencia tanto vital como lectora, encuentran su vocación en la edad tardía.
En España se escriben 30.000 “Gatopardos” cada año. Treinta mil personas se creen que acaban de firmar el libro del siglo.
Algunas veces, quienes tenemos el vicio de escribir no consultamos la opinión de personas ecuánimes por miedo a que nos digan lo pobre o equivocada de nuestra narrativa o de nuestra poesía. Y publicamos con total impunidad.
En estos momentos me
siento una de las treinta mil personas que sueñan con romper moldes literarios
cada año. Mi libro “Crónica del destierro cantado” ya está en la imprenta y se
comenzará a comercializar a finales de septiembre.
Tengo mucho miedo.
Tengo mucho miedo.
No es mi único libro
como el caso de Lampedusa: guardo muchísimos en Internet, además de algunas
obras de Teatro de Aula que publiqué en papel por los años 90, ya agotadas. No
puedo decir que he entrado en la Literatura por la puerta de atrás, que es la Literatura
Infantil, como asegura Elvira Lindo que le ocurrió a ella: yo he entrado por la
gatera de la puerta de atrás, que es el Teatro Infantil. Humildísima entrada la
mía. Tanto que no tengo conciencia de estar dentro.
Por eso, ésta, mi primera incursión por la narrativa de adultos, me produce pánico: no es lo mismo ser aceptada por niños, que son lectores vírgenes e insobornables, cuyo veredicto es inapelable, que hacerlo para adultos, muchas veces adulterados, condicionados literariamente, con sabio sentido crítico, pero también capaces de decirte que les firmes el libro a la vez que te están dando una puñalada trapera.
Solo me consuela que, lo mismo que Lampedusa, y salvando las distancias, he sido y soy una lectora voraz. Puede que me haya servido de algo.
El puntito de locura, que debe tener todo escritor, se da por supuesto.
Ya me he confesado.
Que Dios me acoja.
Kepe Zuri